EL TRADUCTOR: UN VIEJO OFICIO CON NUEVOS RETOS

 

 


Presentamos una entrevista con George Henson, quien es profesor adjunto del Middlebury Institute of International Studies y ha traducido obras de diferentes autores latinoamericanos.



George Henson en compañía de Elena Poniatowska


La aparición de la torre de Babel posiblemente creó el segundo oficio más antiguo del mundo: el traductor. La historia señaló que hay referencias a ello desde el año 5000 A.C. Tan importante es que tiene a San Jerónimo, doctor de la iglesia, como patrón y cuya fiesta se celebra el 30 de septiembre. En este mundo cada vez más conectado, pareciera un oficio en peligro, pero no es el caso. Traducir es también un arte y es clave para dar a conocer autores a otras culturas. Eso lo sabe bien uno de los más conocidos traductores americanos, George Henson. Tiene un PHD en Estudios literarios de la Universidad de Texas, en Dallas, y es traductor al inglés de autores latinoamericanos como Elena Poniatowska, Sergio Pitol y Norge Espinosa, entre otros.

En su cuenta de X señaló que viene de una familia con 5 generaciones en Tulsa, Oklahoma;

¿Qué llevó a un joven tulsano a estudiar traducción y por qué eligió el español como idioma de trabajo?

Estoy muy orgulloso de mi abolengo. Mis antepasados fueron pioneros, llegaron a Oklahoma cuando aún era territorio y ayudaron a construir Tulsa. Ahora he vuelto, después de vivir 30 años en otros estados y ciudades como Texas, California e Illinois, e incluso países como España, para hacer una residencia artística y hacer mi parte para construir una comunidad cultural en la ciudad.

En cuanto al español, la verdad es que todo pasó por casualidad. En aquel entonces, hace 50 años, el primer año en que uno podía estudiar una lengua extranjera era segundo de secundaria y se ofrecían dos: francés y español. Como había vivido en Francia de niño, pues mi papá era militar, quería estudiar francés, pero la clase estaba llena y me pusieron en la clase de español.

Pero más importante aún, como mi papá era militar, luchó en la Campaña de Italia durante la Segunda Guerra Mundial. Estuvo allí casi dos años y aprendió bastante italiano. Mi papá era muy gárrulo y payaso, sobre todo cuando tomaba, de modo que crecí escuchándolo hablar italiano y contar historias de Italia. Creo que eso ha tenido que ver con mi interés en otros idiomas y otras culturas. Cuando empecé a estudiar español me di cuenta de que entendía algo de lo que decía mi padre. Siempre se me dio bien el español.

Después del bachillerato estudié lengua y literatura hispánicas en la universidad. Tuve profesores muy buenos y fui el más espabilado de la clase. Después cursé la maestría en Texas. Allí tomé mi primer taller de traducción, mientras cursaba el doctorado. Tuve la suerte de traducir un cuento de Elena Poniatowska. El profesor me dijo que debía intentar contactarme con ella para pedirle permiso para publicar mi traducción. Le escribí a quien resultaba ser su agente, quien le comunicó mi interés a Elena y, para mi sorpresa, ella me escribió. Como no me conocía, me pidió que le enviara la traducción para poder revisarla. Se la envié y un par de días después me respondió, hizo una que otra corrección y me dio permiso para publicarla. Quedé alborozado. De ese primer cuento conseguí traducir la antología entera. El resto es historia.

He observado que tiene una íntima relación con Cuba, más allá de las traducciones que has realizado de autores cubanos. ¿Cómo nació ese amor?

Crecí viendo las repeticiones de “Yo amo a Lucy”. Me fascinaba el programa, pero más por el personaje de Desi Arnaz que el de Lucy, aunque también la amaba. Ese programa es responsable de hacer que Cuba fuera parte de la imaginación norteamericana. ¿Cómo era, me preguntaba, esa isla tropical, ese paraíso, que quedaba a solo 170 km de la Florida? Desde luego, el programa nos dio una imagen caricaturesca y fetichizada de la Cuba de antes del triunfo de la Revolución, pero por lo menos despertó mi interés.

De niño soñé con ir a Cuba, pero ese sueño se fue desvaneciendo. Para resumir, en el 2012 uno de mis colegas en la universidad donde yo daba clases organizó un viaje a Cuba para los estudiantes del programa de Estudios Latinoamericanos y me sumé al grupo. Estuvimos en La Habana dos semanas. Yo había viajado mucho a México, vivido en España, pero nada me preparó para lo que vi allí. En ese viaje conocí a Leonardo Padura, a Miguel Barnet y a muchos cubanos de a pie. Continué yendo y, en total, he ido 13 veces. En un viaje conocí a Yoss, el escritor de ciencia ficción, a quien he traducido. Conocí a Mariela Castro y al actor Jorge Perugorría. He viajado a lo largo de la isla, desde un extremo al otro. En un año fui cuatro veces porque había conocido a un chico de Maisí, de la provincia de Guantánamo, a quien creí que amaba y que me amaba a mí. Estuve dispuesto hasta traerlo a EE. UU., pero resultó ser un vividor, solo le interesaba mi dinero. A pesar de esa experiencia, le sigo teniendo mucho afecto a Cuba.

En sus años de experiencia, ha visto cómo la traducción ha sido influenciada por los cambios que ha traído el desarrollo de las herramientas de traducción automática de las redes y, ahora, la aparición de la inteligencia artificial y las discusiones que ello trae. ¿Ha seguido estas discusiones? ¿Cuál es su postura ante estos avances?

He visto el desarrollo de la traducción automática desde sus primeros días, cuando todo se traducía palabra por palabra y las plataformas no sabían distinguir entre “él vino” y “el vino”. Ahora es muy buena, no perfecta, pero muy buena. Pero sigue habiendo deficiencias. Las plataformas ahora pueden traducir modismos, es decir, que si le das a Google Translate un modismo como “tomarle el pelo a alguien”, te da en vez de una traducción literal una traducción idiomática. Pero, al mismo tiempo, si le das un modismo inglés, como “go fly a kite”, te dice “vete a volar una cometa”, que en español no tiene sentido más allá de lo literal. No te da, por ejemplo, “vete a freír espárragos” o “vete a la porra”. Todavía no son capaces de traducir el lenguaje figurado. No saben qué hacer con metáforas y eso es la base de la literatura. Para la traducción jurídica, científica, comercial, es muy apta; para la literatura, los traductores no tenemos por qué preocuparnos todavía.

En estos tiempos, es cada vez más común encontrar escritores bilingües que escriben en un idioma y traducen su obra al otro. Entendiendo que escritor y traductor son trabajos diferentes, ¿qué piensa sobre esto?

Creo que, en ciertos casos, pero pocos, no hay problema. Sin embargo, para poder hacerlo, el autor debe dominar los dos idiomas por igual. El editor de mi traducción del libro de Elena, y también novelista, Miguel Kimball-Santana, lo hizo con éxito. Sin embargo, he leído traducciones realizadas por el autor y fueron pésimas. Nabokov, quien famosamente declaró: “La traducción literal más torpe es mil veces más útil que la paráfrasis más bonita”, se tradujo a sí mismo, y me imagino que sus traducciones eran muy literales porque no dominaba el inglés lo suficiente para hacer traducciones más idiomáticas. El caso más actual es el de Jhumpa Lahiri, quien escribe en inglés e italiano y traduce sus ensayos italianos al inglés. No la he leído, a lo mejor, las traducciones son muy buenas, tal vez mejores que las versiones originales, ya que el italiano no es su lengua materna, pero más que nada me parece marketing.

Ha traducido nombres muy importantes de la literatura latinoamericana, como Padura, Elena Poniatowska y Sergio Pitol. Los dos últimos destacan por la diversidad de referencias culturales presentes en su obra. ¿Qué fue lo más difícil de traducir de ellos?

He tenido mucha suerte en ese sentido. De Padura solo traduje un cuento y un ensayo, aunque me hubiera gustado traducir ciertos libros suyos. Tal vez me toque traducir uno en el futuro. De Elena he traducido un libro de cuentos y algunos otros textos aquí y allá, incluyendo un homenaje a Sergio Pitol, eran amigos íntimos, para la revista The Paris Review. La prosa de Elena es muy difícil porque es muy poética y también porque utiliza muchas palabras y modismos mexicanos.

Pero la obra de Sergio Pitol, he traducido siete libros suyos, es más difícil con creces. La sintaxis de Pitol es muy complicada y a veces cuesta desenredarla. Puedo leer la misma oración dos o tres veces sin entender lo que está diciendo. Recuerdo que una vez no lograba entender una oración y como Pitol estaba muerto, le envié la oración a Alberto Chimal, un escritor mexicano a quien he traducido y lector devoto de Pitol. Me respondió, muy mexicano: “¡Ay, pinche Pitol!”. Cuando leí eso, me salió una carcajada porque me confirmó que el problema fue la complejidad de la prosa de Pitol. Otro reto inmenso son todas las alusiones literarias y culturales de Pitol, las referencias a obras de otros escritores recónditos ingleses, italianos o alemanes. Por ejemplo, en “El arte de la fuga”, el primer volumen de su Trilogía de la memoria, describió a un personaje, un joven negro, como “Una princesita negra de los brezos”. Me pregunté: “¿Qué diablos está diciendo Pitol aquí?”. Sabía que algo pasaba aquí, que no fue una descripción gratuita. Nada en Pitol es gratuito. Bueno, resultó ser una referencia a una novela alemana del siglo XIX, Das Heideprinzeßchen, la cual fue traducida al español como “La princesita de los brezos”. Eso es Pitol.

Percibo, por sus redes sociales, un interés por las nuevas voces queer latinoamericanas. Podría contar qué autores latinoamericanos o colombianos han captado su interés en los últimos tiempos y la razón de ello.


Como hombre y traductor gay, me interesan los autores queer de los últimos años. En 2012, publiqué una traducción de un capítulo de “Al diablo la maldita primavera”, la novela de Alonso Sánchez Baute, en una revista de mucho renombre. Había esperado traducir la novela, pero no he podido interesar a una editorial. Pero no me rindo. He traducido un par de cuentos de Claudia Salazar Jiménez, una peruana y lesbiana. Quise traducir al mexicano Sergio Loo y su texto titulado “Nos siguen matando”, pero por desgracia Sergio murió antes de que pudiera obtener los derechos y todo eso se complica mucho cuando un autor muere. También he traducido al poeta, dramaturgo y crítico cubano Norge Espinosa, quien se ha convertido en un buen amigo.

Pero el escritor a quien he traducido más es el barranquillero John Better, un escritor único, y digo eso con sinceridad, autor de textos tan variados como “Locas de felicidad”, una colección de crónicas urbanas basadas en aventuras que vivió John en el inframundo gay bogotano, y la novela “Limbo: un cuento de horror en el caribe”, una extraordinaria novela queer, en todos los sentidos. He logrado publicar traducciones de los textos de John en revistas muy prestigiosas, como World Literature Today, Latin American Literature Today, y en la Southwest Review, la tercera revista literaria más antigua de los EE. UU, pero también en antologías dedicadas a la literatura queer. Por ejemplo, “Queer: A Collection of LGBTQ Writing from Ancient Times to Yesterday”, en la cual aparece al lado de escritores queer tan célebres como Cavafis, Wilde, Whitman, Rimbaud, Lorca y muchos más. En mayo sale otro texto en “A Great Gay Book: Stories of Growth, Belonging & Other Queer Possibilities”. Pero la traducción de la que estoy más orgulloso es la de “Limbo”, la que traduje en colaboración con una antigua alumna mía, Michelle Mirabella. Aún no hemos logrado firmar un contrato, pero varias editoriales están interesadas, incluyendo una muy importante.

Crucemos los dedos.

¿Cuál cree que es el deber fundamental del traductor?

Me recuerda al famoso ensayo de Walter Benjamin, “La tarea del traductor”, que, por cierto, mis alumnos están leyendo ahora mismo. Según Benjamin la tarea, o el deber para usar tu palabra, es “encontrar en la lengua a la que se traduce una actitud que pueda despertar en dicha lengua un eco del original” (tr. Angelus Novus). ¿Qué significa esto? ¿Y qué quiere decir Benjamin con “eco del original”? Para Benjamin, y también para mí, eso significa no traducir palabra por palabra, sino sentido por sentido para que tenga el mismo efecto para el lector de la traducción como el que tuvo para el lector original. En algunos casos, eso puede implicar hacer muchos cambios, a veces sintácticos y otras veces léxicos, pero al mismo tiempo no perder el estilo del escritor. Por ejemplo, traduje un relato del cubano Miguel Barnet, “Fátima, o el parque de la Fraternidad”, le puse el título, “Fátima, Queen of the Night” (Fátima, reina de la noche), porque para el lector angloparlante, el parque de la Fraternidad no tiene ningún sentido. Pero al mismo tiempo procuro mantener todas las referencias culturales posibles, porque un texto no solo es una historia, un argumento, sino que es también toda la cultura que está detrás y dentro del texto. Otro ejemplo es mi más reciente publicación, la novela Domar a la divina garza de Pitol. Con ese título, Pitol está haciendo referencia al dicho “creerse la divina garza”, que en inglés no tiene sentido en absoluto. Pero como el dicho no solo se repite mucho en la novela, sino también es tan fundamental al argumento de la novela, opté por traducirlo literalmente, Taming the Divine Heron, y para orientar al lector escribí una nota al principio de la novela para explicar el dicho y su importancia.

Por último, si pudiera traducir su personalidad a una palabra en español, ¿cuál sería esa palabra?

En mi juventud seguramente habría dicho juguetón o travieso, pero ahora que atravieso el umbral de la tercera edad, estoy volviéndome nostálgico.



Publicada originalmente en el Magazín Cultural de El Espectador.


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