MIS LIBROS Y MIS AFECTOS


Mi esposa quiere ordenar la casa antes de que muera (bueno, casi siempre quiere ordenarla) y una de las fuentes de discusión con ella son los libros. Me dice que hay muchos que podría regalar, ya que nunca los voy a leer. No le falta razón: en ocasiones el impulso que me llevó a tener el libro se diluyó con los días, y ahí se acumulan olvidados. Ahora, no es que no tenga sentido regalarlos, pero entiendo que nadie quiere libros en estos días y es difícil (según me han dicho) incluso regalarlos. Afortunadamente, nuestras respectivas tareas son tan hercúleas que, suponiendo que tener un sentido de propósito alarga la vida, entonces los dos tenemos muchos años por delante.

Mientras revisaba mis libros, había olvidado por completo la existencia de muchos de ellos. El problema es que, en lugar de continuar con mi tarea, me siento a leerlos, en orden aleatorio a medida que los encuentro. El resultado es que mi mente se parece a una sopa de verduras, por así decirlo, en lugar de un consomé o una sopa de crema. Pero esto no me preocupa, ya que hace algún tiempo renuncié a la ambición de formar una visión coherente del universo. Para cambiar la metáfora por una más familiar, me inclino más a ser un zorro que un erizo.

Hay mucho que decir sobre la lectura al azar, aunque nadie se volverá erudito de esa manera. Ensancha la mente en lugar de agudizarla y contrarresta la tentación de refinar simplemente leyendo más lo que ya se sabe. La tentación de permanecer en una burbuja intelectual creada por uno mismo es muy fuerte.

Por supuesto, no se compran libros al azar, aunque los acumule en grandes cantidades sin leer, como lo he hecho durante décadas: deben tener alguna conexión con los intereses previos de uno, o al menos un interés que uno pretende desarrollar, es decir, un interés futuro.



Además, todo libro tiene algo que decirnos. Incluso si no es lo que pretendía el escritor o el editor. Las omisiones pueden ser tan elocuentes como las inclusiones, los supuestos tan reveladores como los principios declarados; todo en un libro, desde su diseño hasta sus ilustraciones y las anotaciones de sus lectores (sí las hay), nos habla a lo largo de los años.

Hay un curioso placer en lo que en el comercio del libro llama copias de asociación, es decir, copias de libros que pertenecieron a alguien relacionado con el autor o con el tema del libro, e igualmente las copias firmadas o dedicadas. Yo mismo experimentó ese placer y he intentado, sin éxito alguno, analizar las razones de él, porque a primera vista parece algo irracional: porque un libro, ante todo, es un instrumento para pensar, siendo todo lo demás accesorio.

Pero debo admitirlo, quizás los libros que más valoro, son los que se encuentran firmados por el autor. Son los que me costaría mas trabajo deshacerme de ellos. Por ejemplo, me doy la explicación que no me desharía de los libros firmados por Ramón Illán Bacca, por el hecho que fui amigo personal del autor por muchos años, y me resisto a deshacerme de ellos porque siento que de alguna forma estoy borrando la memoria de mi amigo. Casi una traición a la amistad. Por cierto, fuente de rabia hoy: No encuentro mi ejemplar firmado de Como llegar a ser japonés.

Pero también tengo muchos otros firmados, por escritores a los cuales les he comprado el libro, y que, sin ser amigos, en alguna ocasión he coincidido con ellos. Algunas me escriben unas dedicatorias halagüeñas: En una Feria del libro conocí al escritor Humberto Ballesteros Capasso, cuya amistad virtual tenía, y me escribió una generosa dedicatoria: me llamo "el lector de Barranquilla", pese a que cruzamos sólo 3 palabras en ese momento. Sí bien agradezco eso, la realidad es que a veces, una mezcla de vanidad e importancia me domina: Ese “Para Samuel…” no deja de halagar el niño vanidoso que hay en mí. Se que tampoco me desharía de ellos.

En el espantoso lenguaje comercial de hoy ¿Cuál es el valor agregado de una firma o alguna otra marca de propiedad de alguien famoso en un libro? O más bien, ¿vale más una copia firmada que una sin firmar? En principio, para un coleccionista sí. Pero para un lector, poseer un libro de X autor, no lo coloca más cerca de él, que si tuviera si tuviera una copia firmada.

Puedo ver la lógica de este argumento, pero tampoco es del todo cierto. El hecho es que los seres humanos siempre han valorado las reliquias y, por tanto, no reconocer este hecho es irracional a su manera. Al final, los que tenemos biblioteca y nos cuesta deshacernos de ella somos unos sentimentales desordenados. Eso lo pensaba mientras descubría Marea de Ratas de Arturo Echeverri Mejía, y me sentaba a leerlo.

Imagen tomada de www.muyhistoria.es

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