LOS DILEMAS DE BIEDERMANN

Para los latinoamericanos, Suiza como país-nación-cultura no existe. Quizá esté haciendo una afirmación exagerada, pero es innegable que siendo un país donde se habla alemán, italiano y francés, por esa patria que es el idioma, asociamos a los suizos con alguna de ellas: Rousseau, como Jean Luc Godard, eran suizos francófonos, y se estudian en la cultura francesa. Igual con la Suiza italiana. Grandes nombres de la literatura alemana han sido suizos: Carl Spitteler, Friedrich Durrenmatt, Robert Walser, y el que es tema de hoy, Max Frisch. El próximo 4 de abril se cumplen 30 años de su fallecimiento.

Arquitecto de profesión, Max Frisch (1911- 1991) es uno de los grandes escritores suizos en lengua alemana después de la II guerra mundial; escribió una serie de novelas y obras de teatro, donde trato temas como la identidad, la individualidad, la responsabilidad y el compromiso moral. Una de sus obras de teatro más conocidas y que tuve oportunidad de observar en internet fue Biedermann y los incendiarios de 1.958, también traducido como Cándido y los incendiarios. Escrito a raíz de la Segunda Guerra Mundial en un estilo que debe al teatro de Bertolt Brecht, es un intento de explicar (y advertir) cómo un mal patente como el nazismo puede triunfar en una sociedad civilizada, esta obra hace lo que sólo la gran literatura puede hacer: sugerir lo universal mientras usa lo particular.

Su protagonista, Biedermann (Literalmente, Buen Hombre, pero en el sentido de candidez, de allí la traducción alternativa) es un cómodo burgués que vive en una ciudad que está acosada por misteriosos actos de incendio. Es visitado en su casa por Schmitz, un vendedor ambulante, que medio persuade, medio intimida al Sr. Biedermann, logrando una invitación a alojarse en el ático. Pronto trae un segundo vendedor ambulante, Eisenring, para permanecer en la casa.



Poco a poco queda claro que Schmitz y Eisenring son los caminantes que provocan incendios en la ciudad pero Biedermann se niega a reconocerlo. Su ceguera surge de la mezcla entre la cobardía moral y física, y la ilusión-esperanza de que lo que ve no significa lo que obviamente significa. Schmitz y Eisenring traen barriles de gasolina a la casa y los Biedermann, pusilánimes hasta el final, les ayuda a hacer los fusibles y les dan los fósforos con los que queman su casa.

Cuando la veía, no dejaba de pensar en la forma que, como Biedermann, a veces negamos lo evidente, o por lo menos lo sospechoso de los actos que hacen nuestra vida diaria. Pensaba en ello, cuando veía a un amigo hacer compras por internet, colocarlas en un contenedor en EE. UU., y esperar que el transporte lo trajera a Colombia. ¿Y la tarifa de importación? Pregunte. “Yo no sé, eso es asunto del transportador”. Los dos sabemos que esa tarifa no se iba a cancelar, pero fingíamos desconocer el hecho. Sabíamos lo que significaba, pero lo ignorábamos, con un “no es asunto nuestro

En días pasados estuve en una construcción, y uno de los trabajadores de la empresa, hizo el siguiente comentario: “Aquí doctor, los únicos colombianos somos usted y yo”. La obra en efecto estaba llena de venezolanos, algunos de los cuales no tenían la documentación en regla. Alguien se aprovechaba de la necesidad de ellos para obtener un beneficio. Pero por el otro, ellos eran gente necesitada, en busca de oportunidades o huyendo de una tierra sin futuro. Ley de oferta y demanda, me dirían los economistas; no dejo de pensar que había algo malo en todo esto. Aprecio demasiado a Venezuela, y a su gente, para hacer algo contra ellos. Opte por callar. Cobardía sentimental, en ultimas.

Voy con un funcionario, con escoltas, en su Narcotoyota (Afortunada definición leída al excelente escritor bogotano recientemente fallecido Manuel Mejia) y nos detenemos en una esquina; compran unos aguacates, se baja el vidrio de la puerta, y una mano los entrega. Se paga y seguimos el viaje. Le pregunto porque no lo compro en un almacén de cadena. “Para ayudarlo” me responden. “Siendo tu un funcionario público, sabiendo como afecta la informalidad, pensaría que lo correcto es que lo compraras en un lugar donde se pague impuestos.” Le digo. “¿Tú como sabes que él no paga impuestos?” me replica. “No, no lo sé, pero me permito dudarlo, igual la transacción no tiene factura” respondo, algo acorralado. “Por eso, la operación no existe” me replican. No existe, pero las chazas informales inundan las calles del centro de la ciudad. Después reclamamos por el deterioro del centro, y nos indignamos con el alcalde, aquel que vive de “los impuestos que pagamos” por ser tan tolerante como nosotros. Mientras no nos afecte, miramos para otro lado, o negamos como Biedermann.

De alguna manera, hemos enfrentado en el trabajo y la vida diaria situaciones similares; crecimos en una sociedad donde una actividad ilícita, el narcotráfico, permeo todas las capas sociales; sabíamos que el dinero del nuevo rico, aquel que paso de taxista a empresario en pocos meses, no era del todo legal. Sabíamos el origen, lo que significaba, pero mirábamos para otro lado, o pretendíamos que aquello que veíamos, no era lo que obviamente significa. Fuimos tolerantes, y no pudimos detener lo que vino después.

Sabemos que en algunos actos hay algo incorrecto, algo inmoral o nocivo, y si se extiende en una dirección, podría terminar en un desastre. ¿Hasta qué punto nos resistimos? ¿O simplemente, no lo hacemos? ¿Llegamos a justificarlo, con algo parecido al “seguramente no estaban recogiendo café”? ¿Mas allá? No hay forma de saber cómo resulta todo. No me gustaría ser Biedermann, pero resistirme a cada cambio con el que no estoy de acuerdo, no es lo mío. Nada tan fastidioso, ineficaz y tan acertado como el opositor permanente, que encuentra en todo fenómeno algo reprobable. Nuestro juicio es falible, pero bien intencionado.

Al final no hay respuestas o certezas absolutas. Desconocer lo malo que hay en nuestros actos, por comodidad, es abrir la puerta a algo peor. El paralelismo con el desventurado protagonista de Frisch no es exacto, por supuesto, porque dos de los intrusos que dejó entrar en su casa, cuyas actividades era tan desagradables para negar, eran los incendiarios; pero el que da pie para el principio de algo, no podrá evitar su final.

Imagen tomada de internet, gracias al dios Google.



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