RAMÓN PERSONAJE No 4 Tres tipos en una mesa - John Better

Continuamos hoy con la serie Ramón personaje, hoy traemos Tres tipos en una mesa, del escritor John Better Armella, y presente en su premiado volumen de cuentos 16 atmósferas enrarecidas.

John ha reconocido en entrevistas su deuda con Ramón, y en su obra menudean los guiños a su obra . El título es una variación del título  de un libro poco conocido donde participa Ramón que se llama Tres para una mesa, de 1991, junto con Clinton Ramírez y Guillermo Henríquez, que es un homenaje a Germán Vargas.

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Tres tipos en una mesa

Autor : John Better Armella
LIibro: 16 atmósferas Enrarecidas

De no ser por algunas flores en la estancia,  el hecho de que nunca olvida comprar la comida para su gato, o ciertas afecciones en su rostro que podrían interpretarse como leves sonrisas a causa de algún cometario indecente de uno de sus invitados en esta tarde de domingo; podría decirse que Norman Basel, es un completo insensible. 
Treinta años como docente de literatura  infligiendo autores franceses, españoles,  griegos y romanos con tal severidad, que se había ganado entre sus alumnos el apodo de “El Inquisidor”.
-¿Y tú que le dijiste  Norman? Preguntó   Illán Linares, su gran cómplice de juventud.
-Le dije muy cortésmente: Señorita Eillen, no acostumbro el canjeo de notas por sexo. 
La risilla nerviosa del doctor Liba ambientaba aquella mesa para tres empedernidos amantes de los encuentros dominicales aderezados  con merlot y galletas de nueces. 
-No es que sea un viejo cascarrabias, pero no soporto a esos chicos, dijo Norman refiriéndose al grupo de lánguidos muchachos a los que enseñaba. El calvo doctor Liba con su cara cerdil y alunarada, tiró los dados y movió sus fichas.
-No hay nada más entretenido que una partida de parqués con viejos camaradas, pensó Norman y sorbió un poco de vino de su copa. 

El aroma a jazmines y azahares  llegaba desde el patio atravesando el largo corredor de aquella vieja casa del Barrio Prado,  una evocativa construcción con pisos de ajedrez y miles de libros repartidos por todas las estancias. Una laberíntica biblioteca que le había llevado más de la mitad de su vida y de la que Norman se sentía orgulloso. Patricia, su criada, interrumpió con una  charola   rebosante de merengues que el doctor Liba devoraba con las mismas ansias de un infante glotón.
-Siempre me riego estos dulces encima- dijo un avergonzado doctor Liba disimulando el párkinson que ya empezaba a traicionar sus manos. 

-¿Y  por qué te has quedado tan callado? Preguntó Norman a Linares, quien no alcanzó a responder, ya que  el reloj retumbó en la sala, recordándoles que ya era hora de irse. Zarco, el gato, salió de alguno de los rincones y se posó en el marco del gran ventanal  del salón como una estatuilla egipcia que decoraba el papiro de la noche que descendía. Norman los acompañó  hasta la puerta, el doctor Liba y Linares se alejaron en un viejo Dodge, propiedad del primero. Al volver a la sala, Norman  le pidió a Patricia que no le interrumpiera, que iba a estar ocupado en su estudio.
¿Aún no olvidas lo de Norman, cierto? Preguntó el doctor Liba mientras encendía la radio del auto y colocaba en la cartuchera un casete de Wagner. Linares miraba por la ventanilla un grupo de jovencitos que patinaban por la acera. Gente como yo solo mira, se dijo así mismo. Durante todo el trayecto, Linares no mencionó una sola palabra, sólo al bajarse , y ya en la puerta del edificio donde vivía se retiró los lentes de vista y en un tono contundente que se quedó como una presencia que acompañaría al doctor Liba hasta su casa; le dijo: “los caballeros nunca olvidamos”

Foto del autor.

Al entrar al elevador, Linares se sintió como en la secuencia de un desgastado thriller, tal vez fantaseando, que al subir, el aparato no se detendría en el piso marcado, y  por el contrario, lo llevaría hasta un extraño nivel donde las bombillas de los pasillos titilasen, y la puerta entreabierta de algún apartamento le invitara a entrar y descubrir  al interior un cuerpo ensangrentado mientras él retrocedía horrorizado de la escena.  Después una sombra lo esperaría en el umbral de la puerta para asestar el golpe final. El plin del ascensor al abrirse, lo dejó frente a su apartamento, 504  era el número. Dejó atrás su película mórbida  y giró la llave, un pequinés felpudo saltó encima de él y lamió su rostro juguetonamente. No tenía lujo alguno,  se sentía a gusto en su espacio ambientado con: sillones de cuero negro, cortinas de color vainilla, un estéreo en buen estado con una envidiable colección de música barroca, una mediana biblioteca con una nada despreciable cantidad de libros del siglo de oro español y algunas reproducciones de Duchamp y Puvis De Chavannes que adornaban las paredes. Se retiró la camisa, encendió el ventilador de techo,  y se recostó en la cama junto a “Puffy”, mirando el girar de las aspas, su mente empezó a girar un poco también.

Estaba concentrado en la clase de mañana lunes. Solo para fastidiar, le hablaría a sus estudiantes de San Ramón Nonato, un religioso español del siglo XIII, llamado “el no nacido” por el hecho de haber sido sacado del vientre de su madre ya muerta.
Pobre hombre, debió salir dando alaridos de allí dentro, pensó un  divertido Norman  por el asunto. Bajo el grueso  vidrio del escritorio se abría una baraja fotográfica  donde aparecía en casi todas las fotos al lado de Linares y el doctor Liba, pero su mirada se quedó en una foto en especial; una fotografía muy antigua, él y Linares tendrían unos veinte años,  ambos reían tímidamente.  Norman traía puesto un vestido de baño que mostraba una cintura angosta y un pecho bien ejercitado, uno de sus brazos rodeaba  a Linares por el cuello y unos niños desprevenidos al fondo jugaban con la arena de la playa.
-Qué apuestos éramos-dijo en voz alta, y se le antojó servirse un vaso de wiski. Se quedaría hasta muy tarde tomando apuntes para su clase.

El doctor Liba nada que podía dormirse, y eso que acababa de darse una ducha tibia, y había tomado una dulcísima infusión de toronjil. Entonces, ¿Qué lo inquietaba tanto? La voz algo infantil de la chica acostada a su lado le indagó: ¿Qué pasa, por qué no se duerme, se siente malo? La mano temblorosa de Liba se posó sobre la frente de la muchacha.  El retrato de su difunta mujer aún colgaba de una de las paredes de la habitación. Todavía podía sentir el hielo de su mirada a través del vidrio del retrato, le asqueaban esos labios rugosos y apretados queriendo maldecirlo una vez más: eres un miserable Brand, le pareció escucharle; y  tú, una maldita bruja, dijo el doctor Liba levantándose de la cama. 
¡Ya no me vas a joder más!  Liba tomó el retrato en sus manos y lo lanzó desde la ventana del edificio donde vivía, al voltearse vio por primera vez sin culpas el magnífico cuerpo de la Lolita analfabeta, aquella sirvienta venida desde un pueblo de Córdoba llamado Ciénaga De Oro, aquella advenediza que además de limpiar el polvo y planchar sus trajes de lino blanco  le hacia la vida menos desgraciada. La quiero como a una hija, se justificó así mismo como intentando frenar lo que se venía como una avalancha en su cabeza.  Pero era cierto, a pesar de dormir durante meses con ese pecado de 17 años, el doctor Liba jamás la había tocado, muy a pesar de los arrumacos que la niña le hacía buscando excitarlo: ¿De quién es esto doctor? Le decía ella tomando el diminuto miembro, como quien aprieta la naricita de un bebé. Pero no tiemble así doctor ¿Es qué lo pongo muy mal?  La pobre no tenía ni idea de la causa real de aquel tembleque en sus manos, y  al que aquellas palabritas sucias acrecentaban todavía más. Pero esta noche todo iba a cambiar,  el doctor Liba  se acercó a ella y le abrió las piernas con violencia, colocó el voluminoso tomo de “Manual de siquiatría moderna” bajo sus nalgas, y entonces  vio en total dimensión su sexo húmedo y espeso, allí estaba la ciénaga, más adentro debía estar el oro.
Siete días corrieron veloces, desbocados, estresantes para los tres amigos. El domingo se había iniciado para Linares tomando un baño de más de una hora y una buena afeitada al unisonó de una vieja melodía italiana. Se vistió con una franela blanca de algodón,  pantalones de dril y zapatos de goma blancos. Ya eran las nueve de la mañana cuando el ascensor se abrió. Que bella luce hoy madame, le dijo  a su vecina, una nonagenaria algo ciega que le respondió con un cortante:!Respéteme señor, no lo conozco! Pero nada podría arruinar el único día de la semana que esperaba con ansias.. Salió ignorando  al  portero como siempre lo hacía, este sujeto ni de buen humor me puede agradar, pensó Linares, luego respiró el aire fresco y bajó las escalerillas a la salida del edificio con un trote juvenil; sí,  hoy se sentía más joven que de costumbre. Un chico de unos treinta años pasó a su lado corriendo , su mirada le siguió con agrado. Continuó caminando entusiasta, una mano quebradiza desde el interior de una peluquería le saludó, el devolvió el saludo cordialmente. 

Llegó  al supermercado y la puerta de entrada se abrió ante su presencia. Tomó una canastilla, pensando en qué llevaría hoy  para su reunión habitual en casa de Norman. El doctor Liba parecía vestido para un partido de golf. El stand de los vinos hizo que sus manos se encontraran en una botella de merlot. Puntuales como siempre, dijo el Doctor; así es mi estimado Brand R. Liba,  Linares  metió  en la canastilla: galletas de nueces, la botella de merlot y maní con pasas; por su parte el doctor  bebía de una caja de yogurt. Norman nos prometió una sorpresa hoy, dijo un cómico doctor Liba con un bigote de yogurt en su rostro.
-Sí, me muero de ganas por saber qué será ¡Espero que no sea un parqués nuevo!, comentó Linares. Ambos rieron a carcajadas.
-¡Mira! Condones con sabor-dijo Linares
-Uhmm, déjame ver, el travieso doctor Liba había roto el empaque y lo probó con la lengua: ¡Este sabe a  amareto!

Pagaron sus cosas y salieron del supermercado hacia casa de Norman, pero  antes llegarían a la librería “Vida” por un libro que ambos querían leer. A punto de entrar a la librería, justo del otro lado de la calle, algo les llamó la atención: eran tres raros personajes, uno llevaba un abanico de encajes que sacudía fuertemente, el otro era un joven de unos 25 años con el pelo largo hasta los hombros, y el trío lo completaba una morena altísima con paso de yegua.
-Tan solo son unos maricas, dijo el doctor Liba y entraron enseguida  a la librería.
Linares compró el libro que deseaba, pero el doctor  cambió de opinión, se llevó varios tomos de librillos infantiles. Son para mi niña, dijo cínicamente a la cajera del lugar.
Patricia, la criada de Norman, los condujo hasta la sala de recibo y los dejó instalados con una jarra de helado jugo de maracuyá. El señor Norman vendrá en un momento, que lo  esperen por favor, dijo Patricia. Se me antoja mejor abrir este vino, Patricia por qué no me traes, no, mejor voy yo por lo que necesito, dijo Linares. El doctor Liba abrió una de las bolsas del supermercado y sacó rápidamente la caja de galletas. ¿Y qué hay de nuevo mi querida y bella Patricia?

Linares se dirigió hacia la cocina. Un extravagante perfume flotaba en el aire y al parecer salía de la habitación de Norman.  Se quedó quieto al pie de la puerta del cuarto, le pareció que Norman hablaba con alguien, quiso poner su oído en la puerta pero le sorprendió una conducta tan impropia  en alguien como él. De regreso a la estancia con dos copas en las manos y un sacacorchos, preguntó a Patricia sí Norman estaba con alguien en casa, el silencio y la retirada de la mujer sin decir más le parecieron algo extraño, pero no le dio importancia. Mientras degustaba el vino, el doctor Liba devoraba galletas y le hablaba sobre un cercano viaje al Cairo, de pronto  apareció el anfitrión vestido con una bata de seda china anudada a su flaca cintura.
-¡Muchachos, ella es Brenda!
La sorpresa de Norman estaba apenas vestida. La cara del doctor Liba se puso roja como tomate. Linares la reparó de arriba a  abajo, vio sus zapatillas baratas. El retazo de tela que era su micro falda dejaba al descubierto unas piernas duras y largas. El maquillaje reciente luego del baño (su pelo aun escurría agua olorosa a champú) no lograba disimular su edad  ni el desvelo evidente.
-Un placer señora, dijo Linares extendiendo su  mano. Sintió el adornado contacto de sortijas y uñas postizas. Tan solo habían pasado unos minutos y la venus  trasnochada  era dueña de la conversación, daba palmadas al aire, cruzaba las piernas sin ningún cuidado dejando entrever una escandalosa y encajada lencería roja. Repetía sin pudor frases de un calibre  tan oscuro como su piel, en pocas palabras, era el alma de la fiesta.
-Brenda es una vieja, vieja amiga,  que hasta hoy se decidió en  visitarme la muy condenada, dijo Norman al tiempo que palmeaba los gruesos muslos de la amazonas. 
-Es una vulgar puta, lo que siempre te ha gustado, pensó Linares mientras se reía de las palabrotas de Brenda
-Linares, ¿por qué no acompañas a mi amiga, enséñale el patio y las flores?
El doctor Liba parecía un niño que había derramado encima su papilla, la negra tomó una servilleta y la puso maternalmente alrededor de su cuello
-Va   arruinar esa linda camisa doctor,  dijo, pellizcando las aguadas mejillas de Liba
El taconeo de la mujer atravesó el corredor, Linares la miró brevemente de espaldas y pensó en  una palabra: Congo.
-¿Te molesta si fumo? Preguntó Brenda, Linares hizo un gesto como de darle lo mismo. Los tacones de ella se hundían en la tierra húmeda del patio. Sus manos alcanzaron una gran cayena roja y adornó su pelambre con la flor llamada arrebata macho.
-¿Cómo me veo?
-Te ves muy bien, dijo Linares 
-Te creo, eres de los hombres a los que le creería todo, lo veo en tus ojos, eres muy dulce, ¿Sabes? Hasta me bañaría desnuda contigo
-¿Te contó Norman algo sobre mí?
-¿Algo como qué? Dijo Brenda coquetamente mientras deshojaba una hojita de coral. Luego de un corto silencio Brenda dio una última pitada a su  cigarrillo Piel Roja 
-No te preocupes, Norman no me ha dicho nada malo sobre ti, excepto que eres un buen escritor,  y cuando lo hace, ósea, cuando te menciona, no se ve tan amargo como es él, es más, de no conocerlo diría que le gustas
- Eres una completa perra, dijo Linares,  y se ahogaron juntos en carcajadas que volaron como guacamayas desde el patio, atravesando el corredor, llegando hasta los oídos de Norman y el doctor Liba quien embutido de vino y galletas dijo: estos ya se hicieron amigos. Regresaron a la estancia tomados de la mano, Linares la veía ahora encantadora, podría ser un personaje para alguna de sus raras  novelas. El gato apareció y dio un salto hasta posarse en las piernas de Norman.
-Éste canalla debe estar enamorado, hace días que no lo veía, dijo Norman
A la segunda  botella la reunión era más que una fiesta. Brenda propuso un brindis y en ese instante Patricia interrumpió diciéndoles:
-Un chin-chin al pajarito, el flash de la cámara los tomó desprevenidos. 
Hace cinco años de ese último encuentro, la fotografía la ha encontrado Linares en un libro que compró hace exactamente ese tiempo y que hasta ahora decide leer. Al ver la foto, su corazón se aflige un poco. Brenda llama desde Martinica con frecuencia, dice que Norman bebe con más de lo acostumbrado y casi no sale del cuarto, “es un pensionado amargado” dice Brenda en su reciente carta. Del doctor Liba no se supo más desde su viaje al Cairo, aunque hasta hace dos años estuvieron llegando a casa de Linares  postales con la imagen de la mezquita de Amr y mensajes en jeroglíficos, aunque más bien parecía la escritura temblorosa de un niño que apenas empieza a escribir. Sea lo que sea el destino ya había tirado sus dados, y a lo mejor como en aquella fotografía los tomó a todos por sorpresa.

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