RAMÓN PERSONAJE No 3: Brigitte en el recuerdo
El tercer cuento de la serie Ramón Personaje, es el cuento queer Brigitte en el recuerdo, de la autoría de Walter Fernández Emiliani, publicado en el dominical de El Heraldo el 31 de marzo de 1985.
Ambientado a mediados de los 80 del siglo pasado, en él podemos reconocer a Ramón en sus 40, que recuerda un viejo amor juvenil desbocado, y una de sus razones para venir a Barranquilla en los 60.
Invitados a leer.
BRIGITTE EN EL RECUERDO
Por Walter
Fernández Emiliani
Publicado en Revista Dominical El Heraldo del 31 de marzo de 1985
Calle 72, 8:00 P.M de un sábado de octubre. A esta hora la calle-arteria de
importancia que divide la ciudad, no suele estar tan desierta. Solo unos
cuantos transeúntes retardados se dirigen a la parada del autobús. Un grupo de
niños desarrapados y en gavilla chapalean en los charcos de la lluvia que ha
caído toda la tarde.
Cualquiera que esté sentado en la terraza de la heladería “El
Mediterráneo”, a medio metro de altura del nivel de la calle, tiene el aire
desolado y solitario de quien ha dado vueltas alrededor de si mismo sin
encontrarse en ninguna parte.
Un buen observador advertiría impostura en el aire de arrogante desenfado como
siguen con la mirada los automóviles y el interés curioso por los extraños de
rostros sombríos cerrados en esferas de anonimato que pasan por la acera.
Al frente: Imperturbable y moroso, el edificio en ruinas del viejo hotel
Alhambra. La mujer que había estado vendiendo globos en el parque Surí Salcedo,
descansa ahora apoyando la espalda en la pared desconchada; la mujercita de
mediana edad y delgada apoya la mano izquierda en el alfeizar del ventanal y
sostiene con la otra su mercancía: Son globos de varios colores. Da la
impresión que si apartara la mano que apoya al descuido, se echarían a volar.
Carlos, sentado en el extremo derecho de la terraza dejó de mirarla. Eran
las 8:35, había demorado más de media hora la cerveza. Tuvo la sensación de
quien ha permanecido en vano propiciando un encuentro y se sentía molesto
consigo mismo. ¡Soy un solitario! -pensó con amargura- y se dio cuenta que solo
había logrado vulnerar su autoestima.
Esa sensación imprevista de estar esperando algo era como una pequeña señal
de alerta que le volvía a la realidad y le hacía sentir anhelante.
Comprendió, sorprendido todavía por la revelación del instante, que una
persona a solas, en autoanálisis, no siempre obtiene lo mejor de sí misma.
Se preguntó si él en alguna forma inconsciente había llegado al final de la
semana eludiendo compromisos, si era acaso una forma muy suya de allanar la
búsqueda a lo incierto y coquetearle a la aventura: a la magia que rodeaba
todos sus encuentros ocasionales. Sólo hasta ahora, percibía con claridad su
calidad de ambivalente. No sabía que le pasaba, había rebasado los cuarenta
hacía ya rato y había continuado haciéndose concesiones que él mismo
cuestionaba al mirarse al espejo: Su manera de vestir, el desenfado de sus
camisas abiertas, la soguilla de oro al cuello, su corte de cabello algo
juvenil en contraste con el aburguesamiento de sus emociones, ahora, cuando el
largo ejercicio de conquistador había pulido sus maneras y sus preferencias
sentimentales y deseos se había ido sosegando y domeñando su temperamento
intolerante. Ahora y sin saber por qué experimentaba una sensación de vacío que
lo exasperaba. No supo en qué instante tamborileó con la yema de los dedos el
acrílico de la mesa y se dijo así mismo ¡Soy joven! y comprendió al instante que
un puntito gris de incertidumbre flotando en un espacio indeterminado, le hacía
rendirse a la evidencia.
Por un momento pensó que se había equivocado yendo a sentarse allí.
Justo cuando iba a levantarse advirtió otra presencia en la mesa contigua:
La pañoleta de seda verde anudad cuidadosamente a la nuca, el ángulo facial de
línea suave y definida, los labios delgados de un rojo encarnado; se le antojó
excesivo el maquillaje y el violeta de los parpados bajo el rímel petrolizado
de las pestañas; le pareció extraña la mujer forrada en su slack de raso negro.
Quiso calcularle la edad, y lo detuvo la línea recta de la espalda erguida
contra el espaldar de la silla y el clic metálico del encendedor.
Observó la forma caprichosa de sostener el cigarrillo entre el anular y el
dedo corazón, había algo de artificial e incómodo en ese gesto -pensó- y se
detuvo curioso en la gema de un azul verdoso y opaco de la sortija en el dedo
meñique. La mujer extrajo del bolso algo que a él le pareció una pitillera
antigua de plata. La vio sostenerla a cierta distancia del rostro, se observó
largo rato en inspección minuciosa apretando hacia adentro los labios para
acentuar el rojo cosmético en el labio inferior. Le despisto la boca de
pliegues delgados demasiado enérgica para la forma pincelada del creyón labial
en forma de corazón imprimiéndole un aire antiguo y decadente. Por un instante
se sintió observado por los ojos expectantes de la mujer, apartó la vista a
prudente distancia y se detuvo en un punto muerto por encima del hombro de la
extraña. Bajó los párpados instintivamente en púdica actitud evasiva, entonces
ya no le importó nada y apuró con avidez un sorbo de cerveza.
No pudo entender por qué caprichos del absurdo le inquietó la mujer que le
observaba aún, ni pudo explicarse de qué forma fue a dar sorprendido de pie en
la acera con las manos en el bolsillo mirando hacía el final de la avenida.
Un aire arremolinado le enredó una hoja sucia de periódico en la pierna derecha,
no aventuró ningún ademán de apartarla.
Contempló su imagen reflejada en los charcos de la calle como una extraña floración
acuática: Obeso y de baja estatura, con la misma expresión estrábica que le
había acompañado frente al espejo de todas las mañanas en el ritual repetido de
la afeitada, ahora, cuando los cañones de la barba le urgían su pereza matinal
en conflicto con el ángulo facial. Apartó el rostro con desagrado, casi que por
instinto, como estimulado por un mecanismo de defensa y por solo asociación de
ideas con el espejo del baño.
Sin saber por qué, le llegó intacto el recuerdo de Brigitte: El extraño
romance de sus veintitantos años, la Brigitte, la loquita antioqueña y medio
travesti, de ojos claros, que había conocido en Barranquilla por los lados del teatro
Colombia y que le hacía cabalgar sobre la angustia de la semana, en el exilio
pueblerino de su año rural en Chinú Sucre, hasta que el medio día del viernes en
que soltaba las amarras desesperadas de su ostracismo amoroso, para emprender
el viaje en los destartalados y mugientes buses de madera interurbanos, para
arrojarse en los brazos frágiles y
equívocos de su loquita callejera, en los sórdidos hoteles de mala muerte de la
calle del crimen, mientras el sobrenombre afrancesado de “La Brigitte”, le
sugería audacias idiomáticas elaboradas con anticipación en frases
mordisqueantes al oído en un “Je voudrais
faire el amor avec toi”.
Se concedió indulgente, la fogosidad apremiante e irreflexiva de la
juventud, al tiempo que una sensación de caricia interior le hacia cerrar los párpados
y le instalaba veinte años atrás frente a la Brigitte.
Un sobresalto le hizo regresar brutalmente a la realidad, para volver el
rostro y encontrarse con los ojos claros y expectantes bajo el rímel petrolizado
de las pestañas de la mujer de negro.
Mientras intentaba alcanzar con rapidez la acera de enfrente, perseguido
por su propio fantasma, le llegó la misma angustia en contravía y el polvo y la
fatiga de uno de tantos viernes imposibles y ahora absurdos del recuerdo.
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