EL GRAN FARSANTE
Cuanto más vivo, pienso que más embaucamiento existe. A veces creo que
eso que la edad quita la ignorancia, no es más que otra de las frases que
repetimos para embaucarnos. Si esta percepción que tengo es un aumento
real o simplemente un reflejo de una sensibilidad más aguda hacia ella, no
estoy seguro: Siempre han existido los farsantes. Pero si se pudiera
bañarse en un océano de patrañas, entonces eso es lo que yo -y, supongo, muchos otros-parecemos estar haciendo la
mayor parte del tiempo en nuestra vida y en las redes sociales.
Tuve una excelente formación en patrañas. Mi padre siempre estaba aceptando los grandes y
expresivos principios de amor por la
humanidad con una ingenuidad que lo ennoblecía: Es crédulo como pocos, creía en
la palabra empeñada sin necesidad de un papel, pero tenía dificultades para
expresar amor por alguien en particular, sea su familia o un desconocido. Ahora
me siento mal por él: Ha envejecido, ya su mente no es tan ágil, pero sigue
siendo crédulo e ingenuo como un niño. O más bien, ha vuelto a ser el niño que
era hace 80 años. Mi madre y mi abuela, junto con la muchacha del servicio, me
embaucaron, y me enseñaron de esas patrañas sociales que le enseñan a todos los
de mi edad: Sea un buen ciudadano, sea
varón, sea un buen hijo, un buen padre, que el mundo que tienes frente a ti es
luminoso y brillante. No lo hacían por maldad, claro que no; lo llamaban educación, pero tanto
embaucamiento, tanta mentira creída, o tanta verdad adornada, especialmente
cuando son continuas y persistentes, y la realidad te va cerrando puertas, no
es una buena manera de llevar una auténtica relación con el mundo. Eran
honestas, y lo que menos esperaban es que saliera un farsante. Para ser un
farsante hay que usar lentes distorsionados.
Al igual que casi todo el mundo, yo soy un farsante en ocasiones (escribir
esto, de hecho, tiene mucho de farsa) y en mi juventud era un farsante todo el
tiempo. Más de una vez fui quien no quise ser, más de una vez actué contrario a
mis propios deseos. La juventud, de hecho, es la edad dorada del arte de
embaucar, entendido esto como la expresión de emociones supuestamente generosas,
que en la realidad es mucho menor que lo
que se reivindica. A veces lo llaman sinceridad, entendida esta como la “falta
de fingimiento en lo que sentimos." Pero la sinceridad está más
ligada a nuestras palabras y pensamientos, que a nuestras creencias y acciones.
Mientras que su contrario, la
hipocresía, está ligada a nuestras
creencias y acciones. Una especie de pantalla de mentiras que desarrollamos
para interactuar en sociedad.
La hipocresía es, o puede llegar a ser, una virtud social. Para
expresar una simpatía o un interés que no se tiene ni se siente en lo más
mínimo, en algo que es popular sentirse mal, (Como digamos, todo lo que afecte a los niños: El hambre, la
violencia contra ellos, la muerte trágica de algunos) lograr la sensación de
simpatía puede ser casi heroico, y es a menudo socialmente necesario. La
hipocresía es a la vida social lo que la gasolina es los coches. Las patrañas,
por el contrario, siempre son venenosas, entre otras razones porque están
diseñadas para engañar no sólo a los demás, sino también a nosotros
mismos. No lo consigue del todo en este último objetivo, porque una
pequeña voz nos dice que nos están engañando, que nuestra solución preferida es
a menudo más difícil que ni siquiera puedes proponerla. Por eso hay tanta
estridencia en el mundo, tanto ruido de fondo: basta mirar los periódicos, la
televisión, las redes sociales; es difícil no concluir que el mundo está lleno
de farsantes, callando las voces interiores de todos. Algunos por desgracia,
están llegando muy lejos en el campo de la política: los llaman demagogos, o
muy políticamente correctos, “antisistema”. La gente en últimas, se está defendiendo del
horrible pensamiento que no creen realmente lo que ellos mismos están oyendo y
diciendo, y que al resto del mundo, también le importa un comino.
Sí, es hipocresía: Nadie admite que está más engañado que cualquier otro ser humano, por
supuesto. ¿Quién va a admitir que no ama a la humanidad, que no le
importaría en lo más mínimo si la mitad de esta desaparece, que puede sentarse
a ver en los noticieros de los peores
desastres imaginables (casi siempre lejos, o cuidadosamente engañados que es
algo remoto, así pase a dos cuadras) y tomar su cena, siempre y cuando esto no
lo afecte? No, nadie lo hace: con el fin de ser una “buena persona” se debe
fingir ser lacerado por lo que ocurre en cualquier parte del mundo y mostrar
sus heridas como un cuadro de un santo
doliente mostrando sus heridas del período barroco español.
He conocido unas pocas personas que creo amaban de verdad a la
humanidad, casi siempre personas vinculadas a organizaciones religiosas. Por
desgracia, eran personas que casi siempre eran atacadas por su fe; conozco el
caso de un sacerdote, que durante muchos años trabajo en barrios subnormales de
Barranquilla, y que en la época que el SIDA era una peste maldita, estableció
un hospicio para estos enfermos: Lucho y brindo sus mejores esfuerzos para
darles un buen vivir en la fase terminal de esa enfermedad. Este esfuerzo
loable fue sin embargo atacado por muy
diversas razones: El miedo de los vecinos al contagio, la ignorancia, y por la postura de la Iglesia frente a temas
polémicos como la homosexualidad, la pederastia o el aborto. Al final, la misma
Iglesia a la que servía con tanta
generosidad, prefirió trasladarlo a otro lugar, y cerrar el refugio. Pienso que,
aparte del temor por la enfermedad o la ignorancia, la virulencia de los ataques encerraba el
hecho que el sacerdote rechazaba algunos aspectos de la modernidad, al ser un
correcto servidor de su fe.
Con pocas excepciones, la mayoría de la gente no ama a la
humanidad; de hecho, la misantropía en mi experiencia es mucho más
extendida que el amor de la humanidad. Sólo hay que aludir a algunos de las
(muchas) características poco atractivas de una multitud para elaborar un
amplio consenso entre los interlocutores. Busquen enumerar las bondades de esa misma multitud y lo miraran como un bobo
de solemnidad.
Cuando estamos en el ámbito público, hay que salir diciendo y mostrando
los mejores sentimientos que tenemos. En si eso no es malo, e incluso puede
llegar a ser beneficioso. Mostrar
nuestras heridas, nuestro dolor por lo que sucede, colaborar dizque por una
buena causa. Debemos embaucarnos a nosotros mismos, y mostrar motivos loables
que bien sabemos no son los nuestros.
Las empresas comerciales están ahora
en el juego de embaucar. Ellos afirman que trabajan para lograr una mayor
igualdad, la responsabilidad social
empresarial (RSE), la supervivencia de los bosques tropicales, los derechos de las minorías, el cambio
climático, la participación de los niños gordos en el deporte, y cualquier otra
cosa que no sea su verdadero objetivo, que es principalmente para vender productos
para personas, que no los necesitan, y obtener un mayor beneficio rápido para
sus propietarios. Acepto, por supuesto, que esta es la fuerza necesaria que
hace que mueve nuestro mundo, y que no tiene sentido protestar por ello.
No nos engañemos: Vivimos en una sociedad de hipócritas, (Sin todo el sentido negativo de esto) y quizá sea
el momento de volver a recordar lo que es bueno o malo en nuestra sociedad. Eso
lo llamaban antes –creo- moralidad.
Publicada originalmente en www.eldiabloviejo.com en Julio 30 del 2016
Imagen tomada de https://conceptodefinicion.de/farsante/
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