ODIO BOREAL

 

Todos conocemos la expresión El silencio es oro. Pero el refrán español completo, al parecer de origen árabe, es “La palabra es plata, pero el silencio es oro”. El silencio, como el oro (al parecer) es más escaso, y la plata, es valiosa y necesaria. Pero añoro la libertad de no hablar. La banalidad de tanta conversación, incluida la mía, es agobiante. Muchas conversaciones no son expresión de una idea sino una descarada supresión del pensamiento. Al final lo valioso debería ser la libertad de callar.

Recientemente, las declaraciones de la congresista Susana Boreal produjeron un cierto ruido en los medios. Fue inevitable que me llegara ese ruido, y vi el video en mi ordenador, con el sonido apagado, mientras aparecían los subtítulos de lo que supuestamente dijo.

No esta particularmente predispuesta a favor de ella, incluso diría que una persona cuyo único mérito es ser de buen ver y haber sido filmada (y viralizada en redes) dirigiendo una orquesta improvisada con una cuchara durante una protesta, me predisponía contra ella. Si a eso le añado que es congresista y no es que tenga una gran opinión de la honradez personal e ideológica de ellos, debo reconocer que las cosas no estaban a su favor. Pero en ese momento, no entre a mirar si decía algo que no fuera sensato, eso no era lo importante. Lo interesante fue observar las expresiones faciales de ella, de las que el simple sonido habría sido una distracción.

Era evidente que hablaba con fluidez, o al menos sin interrupciones. No había vacilación ni asomo de duda en su forma de hablar. Supongo que esto podría deberse a que estaba muy bien informada sobre el tema, pero de nuevo lo dudé. Me imagino que en su caso, la seguridad y la asertividad eran para ella lo que la sonrisa era para el gato de Alicia: era lo último que vemos cuando todo lo demás desaparece. Hubiera sido igualmente categórica si se le hubiera preguntado sobre cualquier tema. La seguridad era su especialidad. Eso es de por si una gran habilidad.


Susana Boreal (en el centro)

Pero había algo más, algo aún más alarmante: su seguridad iba acompañada de resentimiento, como si descargara bilis en mucho de lo que decía. Al escucharla, finalmente entendí algunas cosas. Repitió como 4 o 5 veces “Yo siento que”. Carecía de humor, y sus palabras sonaban dogmáticas. Analizándolas reposadamente y por separado parecía decir cosas sensatas. Pero el resultado final era lamentable. Lo que quedó en mi cabeza fue ese “yo siento”. Sentir que algo no esta bien, o mejor nada esta bien, y hay que cambiarlo.

Esto me hizo reflexionar sobre la naturaleza de los resentimientos modernos. No hay ninguna emoción nueva bajo el sol, pero me parece el resentimiento, y su hermano mayor, el odio está ahora en el aire que respiramos, en una concentración mayor que en cualquier otro momento que yo recuerde. Si pensamos que la historia al final es una sucesión de agravios, e incluso el más neutral comentarista debe insinuar eso, tendremos un ejemplo. Y si nos sentimos de alguna manera agraviados, tarde o temprano queremos una respuesta que nos consuele; como no la hay, vivimos resentidos: Por levantarnos temprano, por ir a trabajar, por cumplir un horario. Estamos resentidos y llegamos a odiar, demasiado rápido.

Una parte parece flotar libremente, preexistir a su objeto, de modo que cuando se presenta un objeto que puede ser odiado plausiblemente, se adhiere a él con avidez o alivio. Por lo tanto, la gente odia de manera desproporcionada a cualquier causa, y no me excluyo por completo de esta tendencia. A veces me dejo llevar.

No creo estar dominado por el odio, ni ser particularmente resentido, quizá porque soy demasiado perezoso para mantener una emoción tan intensa durante mucho tiempo: creo que al final consume mucha energía y los años traen la enseñanza tan repetida: de eso sólo queda cansancio. Cuando miro hacia atrás en mi vida, como hago cada vez más, trato de pensar en aquellos a quienes he odiado, y han sido realmente muy pocos. Confieso sin embargo que, si la mayoría desea el bien al otro, hay unas cuántas personas a los que no les deseo ni lo uno, ni lo otro.

Se dice que el amor hace girar al mundo, pero creo que el odio es una fuerza mucho más poderosa. Junto con la envidia y el resentimiento, con los que está estrechamente relacionado, es con diferencia la emoción política más fuerte. Soy consciente de su potencial destructivo y trato de controlarlo en mí mismo, aunque eliminarlo por completo es más difícil.

¿Por qué tanto odio, hacia figuras cuyos defectos son a menudo más simbólicos que verdaderamente destructivos para la vida de uno, como los ataques a la representante Boreal, que al final no deja de ser una innoble mediocridad con algo de éxito? Porque odiar es un placer, y parece que nuestra sociedad nos predispone hacia eso: Los medios de comunicación abundan sobre personas que han cometido delitos, son odiosas por alguna razón, y llaman mucho más la atención que las personas buenas; de estas últimas sin llegar a los extremos de los otros, nos fascinan sus caídas, fracasos y situaciones comprometidas: divorcios, fracasos, una quiebra, de eso están llenas las revistas del corazón. Lo que no se puede entender – o más bien, no se había visto- es la malignidad sin motivo que parece dominar las redes.

Algunos expertos tienen una explicación: nuestra evolución fue entre otras especies que luchaban con nosotros para sobrevivir. En esa lucha tuvimos que darle al otro, los peores motivos, y así sobrevivir. El odio ayuda a la supervivencia.

Pero ¿por qué tanto odio hoy entre aquellos seres humanos que, en definitiva, son los más afortunados que han existido? Quizá tenga algo que ver con ello la idea de que la vida es perfectible y, por lo tanto, debería ser perfecta. Puesto que la vida supuestamente es perfectible, hay que buscar una explicación de por qué no lo es; y, en una sola palabra, la explicación es los enemigos, reales (otra persona, incluso otra especie) o abstractos (el sistema político, nuestra sociedad, nuestro alrededor) a quienes, naturalmente, odiamos. Por eso el “Yo siento” de la representante Boreal, al final nos dice “Yo siento que esto no esta bien, por culpa de”. Y cuando no esta en nuestras manos cambiarlo, solo queda el odio, que intoxica el debate público. Nos quedamos con la plata, cuando podemos tener oro.

Imagen tomada de internet: https://zonacero.com/politica/obligar-un-nino-asistir-al-colegio-es-una-forma-de-violencia-congresista-boreal

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