ALGUNA FRASE SIN OLVIDO: CAMPO ELÍAS
Hay personas en la vida fuera de nuestra familia que nos marcan de tal
manera, con los años le reconocemos la gran influencia que tuvieron sobre
nosotros, y los llamamos maestros. En mi caso, una de esas personas fue Campo
Elías Romero Fuenmayor (1944-2001)
Como dicen, Campo fue un gran barranquillero que no nació en Barranquilla, sino
en Gamarra (En ese entonces Magdalena, hoy César) hijo de Campo Elías Romero
Sajaut, guajiro y “la madre”, como la llamaba, Doña Ligia Fuenmayor
Ospino, pariente de José Félix y Alfonso. Hizo estudios en el Colegio San José,
en el Colegio de San Roque, en el Seminario de la Ceja (Antioquia), la Universidad
Pontificia Bolivariana, fue Becario Fullbright (me dijo con mucho orgullo: “Yo
soy el único becario Fullbright en Barranquilla”) en la Universidad de
Michigan, el Bowdoin College (Allí estudio Hawthorne, junto con un presidente
americano poco conocido, Pierce, me contó en tono erudito), pasó por Harvard y
la Universidad Católica de Washington. Conoció al presidente Johnson y le tocó
los turbulentos años de la guerra de Vietnam, las protestas y el movimiento hippie.
Regresó a Colombia, y como cuenta en una memorable crónica, desempleado, su
padre lo convenció que lo acompañara al César a visitar a sus amigos
vallenatos. Campo aburrido con la idea, pero consciente que para su padre era
importante lucir a su hijo “educado en USA” aceptó; después de varios
días de viaje, y parrandas, al final estuvo presente en la muerte accidental del
compositor Freddy Molina en Patillal. “No voy a Patillal, porque me me mata
la tristeza”. Luego fue profesor en
la Uniatlántico y la Universidad del Norte. En ocasiones, era pianista
escondido, y de los buenos.
Pero Campo era muchas cosas. Un hombre noble, un maestro del lenguaje,
devoto de la poesía de Meira Delmar, de la que fue íntimo amigo y habitual de
su casa, un escritor de pluma ágil capaz de abarcar los más diversos temas en
sus columnas en diferentes medios agrupadas bajo el título La próxima. Pero
sobre todo un MAESTRO con todas las letras y merecimientos. Muchos de mis
compañeros de generación y universidad se quedaron con la imagen del “profesor loco”;
sufría de lo que se conocía como trastorno bipolar, y no era muy disciplinado
con su medicina. Pero para mí, y un grupo de amigos, fue un ser humano
maravilloso, pedagogo erudito que nos abrió al mundo de la música y la pintura
(Salvador Dalí, junto con Durero eran dos de sus devociones), leal con sus amigos, generoso en sus
enseñanzas (sus clases de literatura y sus visitas al cubículo en la biblioteca
de la Norte, fueron claves en mi formación) y en confianza, dueño de una
conversación venenosa llena de carcajadas pantagruélicas. Donde, cuando era
malévolo, nada sobrevivía a sus sarcasmos: por ejemplo, a las universidades de Barranquilla,
las llamó Perversidades:
La perversidad del Atlántico
La perversidad metropolitana
La perversidad del Norte.
Pero no quiero quedarme con el
personaje sarcástico y de conversaciones malévolas. Me quedó con el ser humano
generoso a más no poder: fue de las primeras personas que en la pandemia del
SIDA ayudó en Barranquilla a los enfermos, los acompañaba y distraía del
rechazo social. Cosa para él era contraproducente, y desgastó su salud. En los
últimos años se dedicó a desarrollar un museo virtual con grandes obras de la
pintura. Un día me llamaron muy temprano para contarnos que había fallecido en
la noche. Estaba muy joven y tenía tanto por dar. Todo quedó inconcluso. “Hay golpes tan fuertes en
la vida”
La Universidad del Norte gracias
al trabajo de Carmen Elisa Escobar María y Orlando Araújo Fontalvo hizo una
bella selección de textos que nos muestra al erudito y amigo que vivió entre
nosotros.
Meira Delmar le dedicó un
bellísimo poema:
Recuerdo de Campo Elías Romero
Fuenmayor
A veces
—muchas veces—
antes que él
llegaban las rosas.
A la muda pregunta de mis ojos,
respondía, sonriendo:
«Para que no te sientas sola».
Era su manera de hacer
menos triste mi tristeza.
Sabía todas las respuestas.
Nunca pude entender cómo
en tan poca vida,
había logrado descifrar
cualquier interrogante
por ardua que fuera la solución.
No recuerdo haberle oído eludir
pregunta alguna.
Amaba la música como a un ser
vivo:
conocía su historia y sus
secretos,
igual que a los libros, la pintura
de El Greco,
uno que otro poema o alguna frase
sin olvido.
Sabía el nombre de los ángeles,
de las estrellas y los árboles.
Como si todo sobre la tierra y en
el cielo
fuese una sola familia.
Una noche de enero sin nubes
enseñó a sus amigos el juego de
las constelaciones.
Pero había algo más que lo hacía
único
entre todos.
Los que alguna vez estrechamos sus
manos
sabemos que otro corazón como el
que
animaba su vida no lo hubo ni lo
habrá
en el mundo.
Y seguirá siendo un misterio
pensar que
tanto amor, tanta nobleza, tanto
perdón
tuvieran cabida en una sola alma.
Un día, inesperadamente,
tal como había llegado
a nuestro entorno,
nos dejó, así, sencillamente,
para siempre.
Ahora en su sitio
queda el recuerdo de las rosas.
Meira Delmar
Las imágenes son tomadas de
internet.
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